La lagartija y la ciudad

Sin título-1 copia 20¿Dónde, sino en una gran ciudad, por ejemplo Barcelona, puedan darse las paradojas más sutiles y las contradicciones más chocantes? La metrópoli, ese lugar donde nadie se conoce pero si alguien falta se nota, nos ofrece indiscriminadamente la visión de lo posible, lo infausto, lo ridículo o lo glorioso. Desarrollamos el arte del camuflaje para protegernos como buenamente podemos del aluvión humano que nos rodea y nos apremia. Hemos aprendido, incluso, a defender nuestra soledad, tan necesaria en ciertas horas y bajo ciertas luces y a la que no podemos renunciar.

Nos diplomamos en náufragos habitantes de una isla en medio de las apreturas habituales de un vagón del metro, mientras vamos construyendo una balsa con los papeles del periódico que leemos y un velamen con la plastificada tarjeta de crédito, con la ilusión de regresar un día a unas aceras más amigas y cordiales.

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El tiempo que va desde la jornada con aire acondicionado hasta las primeras estrellas con algo de cubata y diálogos vacíos se cae de nuestros bolsillos o de nuestras carteras cuando por fin apagamos el omnipresente televisor y nos quitamos la ropa, los odiosos efluvios del «smog», el odio ancestral al jefe, el gesto negativo al limpiaparabrisas en la penúltima esquina, y escondemos bajo la cama los zapatos largamente caminados de tristeza.

Somos urbanos, dominamos la calle, sabemos permanecer a milímetros de un coche que nos pasa por el lado a toda pastilla, calculamos con increíble exactitud el cambio del muñequito del semáforo, podemos caminar entre la multitud sin rozarnos ni una brizna, distinguimos la sirena de una ambulancia de una de bomberos. En fin, somos experimentados habitantes de la metrópoli.

Pero nos falta el aire, el verde, el silencio, la quietud, ver la Vía Láctea, oler la flor, perseguir afanosamente una lagartija, saber que llueve sin tener la necesidad de abrir las ventanas. Y pese a todo este importante déficit, amamos la ciudad como se ama la imagen de un necesario infortunio. Vamos mutando dentro de estas coordenadas de cemento y «fast food». Tal vez, algún día, entre urbanistas y munícipes, nos den la sorpresa de que al salir del metro nos encontremos con una ciudad donde se pueda ver a lo lejos la caída del sol, mientras una lagartija se esconde bajo una piedra.

La Vanguardia 6/07/2003

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