Los pequeñitos emigran

LA VANGUARDIA-LOS PEQUEÑITOS EMIGRAN--Bueno, ya está, ya lo tiraste al mar. Ya se ahogó. Está muerto. Lleno de agua y sal. Tenía esa cara un poco a lo Tupac Amarú que no te gustó. Descuartizarlo no podías. Pero podías -pudiste- darle una buena paliza, molerlo a patadas, dejarlo boqueando y luego, con un gesto a lo Connan, levantarlo en vilo con tus dos enormes trabajados brazos y…

Los ecuatorianos son pequeñitos, así, casi portátiles, fácil de distinguirlos entre la gente. Son como eran los españolitos de antes: bajitos, no muy bien comidos, que iban creciendo a trompicones entre guerras civiles y señoritos con fusta o caciques en pazos. Estos españolitos de ayer se embarcaban hacia el otro lado, vomitando en los camarotes de tercera la última hogaza de la alforja.

Ahora arriban aquí los anfitriones de antaño. Quieren trabajar. Dejan el regreso abierto, pero cada vez se hace más lejano. Los domingos por la tarde salen de los locutorios con los ojos rojos de llorar sin besos.

Después de tantas lágrimas, tienen ganas de bailar, de reír un poco, ¿de olvidar un poco?, nada más, de sentir que el cuerpo no es solamente una embrutecida herramienta de trabajo, que una chacha también sabe mover el culo con alegría y ritmo, que ese diminuto hombre oscuro baila de maravilla su derecho a sentir que existe.

Del otro lado del vidrio se ve y se oye la música que invita. «Permiso. Usted no puede entrar. ¿Por qué? Porque yo no quiero«. El muchacho con sonrisa de inca cierra los ojos, como añorando su barrio de Guayaquil o de Quito, a su chica que tiembla cuando ve la telenovela, a sus amigos que estarán jugando a la pelota, e insiste. «¿Por qué?» Manotea el pilón escupiendo agua y petróleo, mierda e inmigración. «¡Mamá!», sí, porque mamá es el calor y es la ternura. Y es la mojada despedida.

Los enormes peces que vemos a la luz cuando cruzamos el puente del Maremàgnum picotean curiosos y atrevidos el cuerpo pequeñito que flota sin destino.

La música sigue a toda marcha. En la puerta del local, los gigantes vestidos de negro reciben un mensaje por el aparatito que tienen en una oreja. El mensaje les dice: «Han perdido«.

La Vanguardia 30/01/2002

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