El 25 mayo de 1910 nacía un niño en una aldea de Siria, (país que había sido asediado por el torniquete otomano, luego transferido al dominio francés) el mismo día, casualmente (y lejos uno del otro), en el que Argentina celebraba con fastos casi reales, su primer centenario de independencia política. A los dieciséis años aquél niño se embarcó rumbo a una tierra desconocida hacia el sur final del mundo. Atrás quedaban los ubérrimos olivos y una madre –que no se volvería a ver- con un pañuelo flotando en un puerto mediterráneo. El tiempo unió al muchacho y al país del trigo y los idiomas. Pesan las lágrimas de los que no regresan. Se hizo hombre. Amó. Y tuvo hijos. Orgullosos de la inmensa sencillez y honestidad de su padre que había venido de una lejana anónima aldea siria para darles esa ternura sin gestos y en silencio, como nos da la vida en estado puro. Yo fui uno de sus hijos. Y todavía lo lloro.
«Viento» fue la primera palabra que mi padre aprendió en este país cuando llegó de Siria.
Eduardo Mazo