La mala palabra

Es una caricia ese solecito que nos viene en la mañana dominguera de otoño. ¡Qué mejor homenaje a ese paisaje que sentarse en una terraza de la Rambla a saborear un café entrañable y protector, mientras dejamos en la otra silla la revista y los interminables suplementos del periódico, y nos preparamos a leer el cuerpo principal, que es donde nos hablan de violencias y otras humanidades.

El paseo se va poblando de parejas jubiladas, aparecen los primeros rumanos con sus acordeones y sus sonrisas esteñas, y tratando de no inmiscuirnos en la catilinaria del loco madrugador, comenzamos a saber noticias de atentados, de absurdas reuniones pacificadoras, de esa eterna guerra de Iraq. Entre sorbo y sorbo de café, abandonado el periódico sobre la mesa, los pensamientos nos ensombrecen el solecito amigo.

El engaño se ha convertido en la razón de ser de la política internacional, en la salvaguarda de sus decisiones. Nos dijeron que había armas de destrucción masiva. Ése era el motivo de la invasión. Un colgado corre a coger el autobús 38 para Can Antunes, y nosotros nos preguntamos: si realmente existían esas armas, ¿no las hubiera utilizado un padre con ese poder destructor, para castigar la muerte de sus dos hijos asesinados en un salvaje bombardeo? Aprovechamos que el camarero argentino está cerca de nuestra mesa para pedirle otro café y un cruasán. (el muchacho porteño sonríe y nos dice: “Usted querrá decir una medialuna, ¿no?” “Sí, pibe”, le respondemos con afecto).

¡Qué guapa está la Rambla esta mañana! Pero nos duele la guerra. Nos duele y nos ensucia. A todos. ¿Por qué tengo que sentir en mis adentros ese placer promiscuo, ese experimentar casi como una alegría venalmente justiciera, la búsqueda en las páginas del periódico de la cifra de soldados ocupantes que han caído ayer? Por eso la lucha contra la guerra no es sólo la lucha por impedir que los hombres se maten, es también por la defensa de nuestros sentimientos más nobles que no queremos que sean mancillados por cuatro cabrones con poder. Las guerras no las ganan las venganzas. La guerra es la más inmunda de las palabras, y aquellos que la utilizan como política, tarde o temprano, terminarán en el sumidero de la historia. Bebo mi otro café con su medialuna mientras pasa la gente por la Rambla con la paz en sus ojos y un otoño confabulado a la esperanza.

La Vanguardia 28/11/2003

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