Para ellos todo el año será San Valentín. No se regalan mutuamente objetos ni chucherías. No los necesitan, están más allá de lo material o lo crematístico. A veces, sí, surge la sorpresa de una flor comprada subrepticiamente en los kioscos de la Rambla, durante un paseo, aprovechando que el otro miembro de la pareja se distrae ante alguna estatua viviente o escuchando la canción de un cantante callejero que sueña con ser el ganador de su propia operación triunfo.

Son los adolescentes enamorados. Es el primer amor ruborizándose de sí mismo, esa boba embriaguez de felicidad y ternura que muchos quisiéramos conservar como el botín más preciado y limpio de nuestra personal historia.

Se aman en esa edad en la que el cuerpo y el espíritu parecen saludarlos como amables amigos que los ayudarán a crecer y a sentir. Surge así, de pronto, para interferir como un huracán en medio de los exámenes, en el trasiego de las conversaciones familiares que armonizan o discrepan, o encerrados en el cuarto a puro walkman. Ahí es cuando se revela la otra imagen que comienza a llenar el día, la noche y cada punto cardinal de la existencia. Es el primer amor tartamudeando un nombre, es el corazón que ya no puede más, que está como con ganas de salir a gritar eso que, incluso, no se puede mencionar porque aturde como un tam tam que retumba salvaje y fabuloso por adentro, eso que no deja dormir ni estar despierto, ni concentrarse frente al libro de estudio. Y es la primera salida juntos, turbadora y nerviosa. Aún no se han dicho que se aman, aún no se han tomado de la mano, aún no se han dado el primer, inolvidable y más intenso beso de amor que se haya dado nunca.

Los veo por la Rambla caminando juntos sin importarles el alrededor, los ruidos ni el propio aire. Sus miradas contienen todos los lenguajes que la voz no se anima a expresar.

Frente a tanto dolor humano, a tanta severa tontería y crueldad. ¡qué esperanzadora paz la imagen de dos adolescentes enamorados caminando por el paseo más bello del mundo!