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MAFALDALa vida nos suele poner a prueba como si nos examináramos ante nuestras propias experiencias. A veces, este examen llega como un guiño de una realidad de la que no se puede huir, y otras veces, tiene el marco de un ejercicio periódico y contumaz, como el de estas fechas, por ejemplo.

Volvemos de las vacaciones. Mientras el coche entra a la ciudad y las primeras y casi olvidadas contaminaciones nos arañan la garganta junto con el paisaje que se ha abandonado hace poco tiempo (y que nos obstinamos en mantener en el retrovisor) vamos dejando atrás al otro, al que pudo y logró –no siempre– sentir distinto, al que puso casi al límite los cinco sentidos, esos, que durante once meses, quedan stand by para dejar paso a la omnipresencia de perversos horarios, simuladas alegrías o escondidas tristezas que no se logran vencer ni cuando se actualiza la libreta para comprobar que no se hayan olvidado de ingresar nuestra nómina, que es algo así como la confirmación mensual del yo.

Regresamos con las vacaciones en la nariz, en la piel, en los ojos que desesperan por no perder aquellos días, a los que no podrán igualar ni las mejores copias de la digital, ni sus millones de píxeles reflejados en un ordenador desde el que no se ven las estrellas ni se huele la mañana.

¿Quién es este que llega y se niega a enchufar el radio reloj a la hora de la primera jornada y de la primera maldición?

¿Y si no volviéramos de las vacaciones?

¿Y si la libertad, realmente, fuera quedarse ahí, en ese extenso territorio del frescor y la indolencia?

¿Y si el otro que dejamos esperando hasta el próximo verano, acudiera a buscarnos para compartir un sueño de pájaros y oleajes?

¿Y si la existencia fuera ese instante de furibunda rebeldía, de pies descalzos, de escuchar, como si fuera la primera vez, el consejo del viento?

La vida nos pone a prueba. Tal vez sea esta una oportunidad para ir astillando rutinas y convertirlas en jornadas con más color, llenando de significado, no sólo la agobiante entrada al metro, o la caravana de las siete en la autovía, sino también el propio quehacer, pues algo de secreto tiene que haber en cada oficio que todavía no nos hemos atrevido a profanar.

Ese esfuerzo nos conducirá dentro de trescientos treinta y cuatro días a que la vida misma nos amerite y acabe premiando nuestro año de libertad más allá de unas breves vacaciones

La Vanguardia 30/08/04

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