Nuestros inmigrantes

1Caminando por el Raval, entre sus babélicas calles, recordamos el Génesis, 12, cuando el Señor le dijo a Abraham: «Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré». Pero no fue el Señor quien envió a su hijo a convivir hacinado en un destartalado piso de la calle Hospital, o la calle Cadena, sino el hecho más terrenal de escapar de la miseria, de la guerra y, ¿por qué no?, de una casi inevitable locura.

 

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Son «nuestros» inmigrantes, que han sido expulsados de sus respectivos países por gobiernos corruptos, impasibles o crueles ante las necesidades de sus propios pueblos. Cruzan los mares en aviones, otros llegan de la Europa fría tras un muro inútil y muchos, precisamente los más cercanos, los vecinos, pese a vivir casi a puerta por medio, se juegan hasta la vida por un simple, corto y estrecho cruce de una franja de agua.

Lo dejan todo: tierra, afectos, aires limpios, culturas amadas y ejercidas, todo queda atrás, todo lo vital como la sangre, por un maldito salario, por una angustia de burocráticos «papeles», por una infinita melancolía que se desploma sobre los hombros los domingos, cuando el trabajo descansa, y sólo queda recordar, soñar el imposible regreso.

¿Qué siente esa madre ecuatoriana que trabaja en una casa de Sarrià cuando dentro de la cabina de uno de los locutorios de Joaquim Costa escucha del otro lado del teléfono que el hijo que dejó allí, en aquellas tierras que un día enseñoreó el inca, está hoy muy enfermo? ¿Qué siente esa madre que no podrá hacer nada porque está a quince mil kilómetros, porque no tiene ni dinero ni libertad para salir de ese locutorio y estar al pie del dolor de su hijo lejano? ¿Qué siente el muchacho que dejó su aldea africana para dormir en un banco de la plaza Catalunya?

Todo es inmigración los domingos en el Raval. Inmigración y llanto en los locutorios, charlas virtuales en los cibercafés, cartas escritas en arcaicos lenguajes, encuentros con paisanos, amores necesarios, soledades aferradas a otras soledades. Los turistas de los países ricos también pasean por la Rambla mientras se interrogan con una guía de Barcelona en la mano sobre Gaudí o el Museu Picasso, mezclados con aquellos que también se preguntan si vale tanto la pena ese maldito salario, ese deseado «papel», este desconocido paisaje de otoño y aquel mensaje del Señor a su hijo inmigrante.

La Vanguardia 22/09/2003

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