Mis dos encuentros con Borges
Posted on 25 marzo, 2015 in Otros artículos
Siempre fui algo borgeano en mis escritos y en mis admiraciones. Viví en España sin regresar a mi país muchos años. Desde 1975 al 83 (hasta aquí información básica) luego, ya iba y venía de Barcelona a Buenos Aires periódicamente. En uno de los viajes me encontré con Borges en su casa… (El recibía a quién le pidiera encontrarse. Cosas de los grandes). Sencillamente compartí un milagro con mi maestro literario…
Tal vez porque el tiempo –la suma de todos los tiempos de un hombre- cerque mis posibles futuras madrugadas, o tal vez, porque esa cifra espacial me impulse al vanidoso recuerdo, me atrevo a la usurpación de un título casi inmortal para contarle al lector dos momentos de un “Borges y yo”. Corría el año (si es dable que los años corran o simplemente caminen a su ritmo) 84 del siglo pasado cuando el anciano profesor me recibió en su casa de la calle Maipú a pasos nomás de la plaza San Martín tan homenajeada y tan cerca del Círculo Militar. No fui interrogado, era una virtud del anfitrión recibir a quien tuviera el deseo de verlo, más allá de cualquier puntual motivo.
Yo iba, simplemente, a conversar, a pasar un rato con Jorge Luis Borges, un escritor sureño –sureño de la galaxia- y sentir su proximidad como un sueño o un destino. No fui a “dialogar” para después escribir un libro que reflejara lo dicho esa tarde. Ni fui a indagar laberintos ni ferales inmortalidades.
Me senté a su lado en el sillón (“de las visitas”, me imaginé) y nos dimos a conversar de cosas y distancias. Le dije que venía de Barcelona, que vívía un poco allí y otro en ese Buenos Aires, viejo territorio de indios pampas y ahora asediado de proyectos democráticos, es decir, de abusos estadísticos. Compartimos esa tertulia con Papasseig, con Canssinos Asséns, (Huidobro no quiso venir), con los paisajes de Mallorca (en esa estadio de la charla tuve el cuidado de obviar los salmos y aquél libro –que yo poseo con rubor y silencio- que alguien tituló “Poesía juvenil de Borges” y que, en cierta oportunidad, al enterarse de su existencia ,-pues María le confirmó que ella lo tenía precisamente en sus manos-, le ordenó que lo quemara a lo que su compañera replicó que no lo haría porque en la portada el editor había puesto una foto donde el anciano se mostraba mozalbete y ciertamente atractivo. “¡Pues, guarde la portada y queme el libro!” La mujer no le hizo caso, por supuesto.
El arte indulta el engaño diría Wells.)
Entramos –entré- a compartir los comentarios libertarios de su padre, sobre el fin de los estados, de las milicias, de las carnicerías, concluyendo con triteza y sin énfasis que esos deseos paternales se iban difuminando en una espacio sin horizontes y ya, en ese tiempo que nos daba el diálogo, me atreví a recordarle aquellos primeros versos del hermoso soneto de Lugones ((admirado, temido, refractario, espejismo…) titulado “Alma venturosa” que tanto me agradan y que el mismo Borges cita en una de sus páginas, aquél que dice: “al promediar la tarde de aquél día/cuando iba mi habitual adiós a darte/una suave congoja de dejarte/me hizo comprender que te quería”. Lo recitamos juntos y en ese momento sentí algo asi como la gloria. Se nos fue una larga hora que usurpaba el cosmos.
Flotaba cuando salí hacia la calle Florida tan engalanada y coqueta como siempre ella…Me sentía feliz.
En junio de 1986 estaba yo de visita en Basilea en la casa de una buena amiga suiza a la que cada tanto tiempo veía. Ella sigue viviendo en la ciudad y es una gran artista.
La noche del sábado catorce tirado en un colchón tipo hippie, pero en suizo, escucho en Radio Exterior de España -no sé alemán pero, por fortuna, lograba sintonizar esa emisora desde esa ciudad helvética- que Jorge Luis Borges había muerto en Ginebra esa misma tarde…
El martes siguiente yo regresaba en tren a Barcelona pero había decidido despedirme antes de George…
El día de mi partida, muy temprano, me acerqué con mi amiga al cementerio que aún permanecía cerrado. Nos armamos de paciencia (perdón por la trillada metáfora) y al rato nos abrió un guardia o algo así. Mi amiga, que habla francés, alemán y lo que se precie, (como toda buena y buen ciudadano de la Confederación) le comentó con dulzura y mucho de seducción (los suizos conocen los bueyes con los que aran sus normas) que yo era argentino y quería despedirme del escritor…(Lo cierto es que Kodama había dado la orden que hasta el miércoles no se hacían las exequias porque estaban esperando a Yourcenar y otra gente en viaje y que no habría visitas velatorias de ningún tipo.)
En principio el tipo no me dejaba entrar. Decía, mientras gesticulaba, que “fotos no”, que no quería fotos…y yo trataba de tranquilizarlo afirmándole, en mi francés chapucero, o sea en porteño, que no me interesaba sacar fotos, que sólo era un momento de despedida y… al final con la sonrisa de mi amiga, el urso aflojó…
Entramos a un no muy largo pasillo de varias puertas cerradas. Me detuve frente a una de ellas. Allí, en una pequeña tarjeta adosada a la pared leí el nombre del viejo escritor… Me temblaban las piernas cuando giré el picaporte. Mi amiga, con fervoroso respeto, se detuvo en el marco…
Era un cuarto pequeño y un féretro cerrado con un genio adentro. Me sostuve en la pared mirando -o soñando ese momento. Ahí estaba Borges… y yo…. yo, que había vivido veinte años en un corralón, hogar de nobles caballos y duros carreteros de un barrio suburbial de una ciudad “mitológicamente fundada”; yo, que era una especie de ciruja –casi un homeless como dicen en el imperio- y que además se atrevía a vender libros en la calle y, para más inri, esos ejemplares eran de su desfachatada autoría; yo, que vivía a saltos de mata y de los otros…yo, estaba allí, junto a ese cajón , solo, en el centro de un instante cósmico.
Conmovido me despedí de Borges, como en aquella oportunidad dos años antes en su casa de Maipú…ahora era en Ginebra un martes de junio…
Salí del cementerio no sin antes agradecerle al duro conserje su licencia casi subversiva. Creo que fui la única persona que permaneció en ese cuarto a solas con “el querido profesor de literatura inglesa”. Al entierro , que al otro día, miércoles, se llevaría a cabo, asistirían “conocidas personalidades de la cultura y miembros del cuerpo diplomático y otras autoridades”
Tomé el tren a Barcelona. (Con el tiempo, me encontré algunas veces con María Kodama, -le hice una entrevista, está en mi web: y le conté aquél momento…cosas de la vida…¡qué hacia un personaje como yo en aquél lugar, cerca del lago Leman y su Jet d’eau, donde tal vez, el escritor, que tuvo el honor de no recibir el Nobel, se encontró una tarde con su imberbe pasado…)
Mientras los Pirineos se iban acercando con su perfil fronterizo y la máquina tragaba viñedos en el Langedoc- Rosellón recordaba aquél corralón, los caballos, las chatas, mi madre sobre las piedras, la barra de la esquina, la inocencia de la primera juventud (¡si volviera!) la militancia del sueño, los bailes de carnaval en el entrañable club del barrio (al que ampulosamente llamaban Estrella de Maldonado), mis primeros pantalones largos, los “Particulares Fuertes” que me acompañaron solidariamente hasta la puerta del enfisema…y un poema del muerto acariciándome la vida.
En algunas de sus patrias Borges me está esperando.
IN MEMORIAM
Breve es cualquier tiempo. En el recodo de uno de ellos arribó, por enésima vez, a su segunda patria. Lo saludaron descendientes de añosos gorriones, el bramido del chorro del agua sobre el lago que jamás descansa, y el reloj de flores de la plaza del centro. Esta vez, para siempre, quedaron atrás los caudillos conservadores del suburbio, la enajenación del tango y un macabro legado. Su mujer -el olor de una isla ceremoniosa y hermética- lo condujo hasta el hotel que se premiaba con su estancia. En los primeros días, cuando el otoño es sólo un tímido intento del color, conoció el diagnóstico, que fue el más sutil regalo de bodas.
En la otra patria, al otro lado de la sal, se cruzaban los buenos y los malos. Para los unos quiso dejar alguna que otra línea indultada, para los otros, el invisible ejercicio de la indiferencia. Dos delgadas herencias, como la sombra de un pañuelo a la orilla del puerto. Por no atreverse, no se atrevió ni a un efímero epitafio, ni aventuró escribir un caliente mensaje de amor con las dos manos en el espejo. Supo sí, supo que el bisturí, que tantas esperanzas le perforó los ojos, tenía un lejano pariente que soñaba como un tigre encerrado en el cajón de un escritorio de una casa con rejas. Por eso la sangre fue su opción más temida.
Desde un árbol de guerrero le cayeron espadas y ayes de venganza. Pero él fue más allá, a confabularse con la sombra que no distingue divisas ni agonías, en el territorio de los combates innecesarios. Sin embargo lo mancillaron (esa vieja costumbre sureña) con un ceremonial de plumas e instintos. Abandonó el viejo edificio habitado por libros y esperó la inevitable caída periódica de los dioses y sus secuaces sin confiar en revanchas ni otros ominosos triunfos. Su padre le había legado la repulsión a la blasfemia y la paciencia libertaria que sabe del fin de las carnicerías y de las patrias. Durante su vida (o la insinuación de su vida) tuvo encuentros celestiales que aprovechaba para debatir sobre círculos y otros infinitos con sombras parecidas a la suya. No fue feliz.
Tampoco conoció el sosiego del olvido. Tuvo, entonces, lo que todos los hombres: la posesión del miedo y el estéril deseo. Cierta oportunidad, cuando ya la espalda ordena los dolores, en un banco, frente al espejismo de un lago como éste, soñó con un joven que lo estaba soñando. Se dijeron sus cosas entre el viento y la música, hasta que, sabedor que el otro lo vencía, hizo un ademán dentro del sueño y alteró la escena. También, ya muy atrás, en esa inmensidad de la nada que es el pasado, su madre lo llevó de la mano junto al reloj de flores que marcaba una hora desconocida. Luego vinieron a despedirse todas las páginas que fueron su alimento.
Catorce días con sus noches se había llevado junio hacia el desierto, cuando en el país de los horarios, de hospitalaria condolencia, los ojos de ella vieron por él todas las soledades y todas las lágrimas. Y él, una vez más, ofreció su muerte memoriosa
eduardo mazo