Los kioskos de la Rambla

33 (2)Son un camino abigarrado de leyendas y de gentes. Por sus estanterías van pasando las historias de un mundo que no termina de convencer ni de convencerse.

Son los kioscos de la Rambla, que exhiben a toda luz diarios tendenciosos con cabeceras de «independiente», revistas de portadas principescas, postales en las que se repite hasta el infinito la obra del genio Gaudí, plásticos que protegen legalmente material doble equis (y hasta triple), álbumes infantiles con imágenes pergeñadas en un ordenador de Tokio, fanzines que invitan a la rebelión, mensuarios de moda que hacen soñar a las novias y a las que ya no lo son, semanarios de cultura -¡pobrecita!- y hasta libros ¡válgame Dios! Y guías y guías de Barcelona y sus alrededores, y diccionarios traductores de cualquier idioma a otro cualquier idioma, y bufandas para las grandes finales deportivas, y fascículos ¡ah, los fascículos! (benditos sean los que logran terminar una de esas eternas colecciones). Todo paseante tiene su publicación preferida en los siempre abiertos kioscos de la Rambla.

33La fauna humana paseante se detiene un momento y no sabemos si el que está mirando ese amplio colorido impreso es un banquero, un integrista religioso, un ultra, un coleccionista, un prófugo de la justicia, un turista, un canciller de una ignota república, o quizá un hacker. Pero, sin duda alguna, cada uno de ellos encuentra lo que busca aunque pida la publicación más rara del mundo: estará ahí, en algún lugar de ese casi estrambótico paisaje.

Los vendedores se deben calzar de paciencia y también de una buena cuota de sabiduría -llamémosla, callejera- para captar, al mismo tiempo, lo que solicita el respetable con la urgencia de todo comprador, y a esa sombra que se mueve inquieta e ilegal alrededor del postalero. Los kioscos de la Rambla de Barcelona son como pequeños centros del mundo, algo así como las Naciones Unidas escritas y dibujadas, con sus debates y sus plenos. El kiosquero vendría a ser como su secretario general. Salvo un día o dos al año, casi como si fuera un deber de evangélica transgresión, los kioscos de la Rambla nunca bajan sus persianas. ¿O acaso la vida las baja?

La Vanguardia  19/06/2002

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