«Si este no es el pueblo», el pueblo ¿dónde está?

 

SI ESTE NO ES EL PUEBLO EL PUEBLO  DONDE ESTASi el siglo pasado puede resumirse, -cuando de movimientos sociales y de revoluciones hablamos-, entre dos contradicciones superpuestas: una, la posibilidad y su fracaso, la otra, el deseo y su distante realidad, en esta nueva centuria podemos arriesgar un nuevo y original divorcio que tiene su origen en aquél severo pasado.

Nos referimos, en síntesis, a ese inmenso campo de nadie que existe entre las organizaciones que postulan cambios radicales de estructura, (ocultando bajo la alfombra la demoledora historia), con el resto de la sociedad, mayoritaria en número, en perfil y en decisiones.

Ese abismo lo produce el tautológico error de interpretar lo que se denomina “pueblo” como una fuerza contraria a la llamada “sociedad”. Echando la vista atrás podemos encontrar un símil en aquellos estados que decían representar a sus “pueblos” cuando, en definitiva, sólo privilegiaban a sus estructuras burocráticas. Lo que solemos identificar como “izquierda” sigue empecinada en el tesón de consolidar esas brechas, intentando ocultar los grandes vacíos con escuálidas concentraciones y enormes carteles mientras se lanzan consignas que rayan la absurda soberbia, como por ejemplo, cuando se escucha: “Si este no es el pueblo, el pueblo ¿dónde está?” y todos sabemos que “el pueblo” en ese momento está mirando el acto por televisión.

La formulación de la crítica no tiene porque licuar ese fervor, ni mucho menos apagar la solidaridad frente a aquellos que han dado incluso la vida por sus ideales. Se trata de reformular, si cabe el término, el corpus de ideas que lo áspero de los hechos están derribando poco a poco, y a veces, vertiginosamente.

Incluso, ¿por qué no preguntarse desde esa izquierda, si los pueblos (hablamos de los apabullantes millones que los conforman) están dispuestos realmente a alcanzar niveles de poder o de autogestión colectiva o que a lo único que aspiran, sin duda, es a una vida mejor en lo material, a ser dirigidos por políticos éticos y capaces, a conservar las instituciones tradicionales (familia, unidades corporativas, etc.) y que es refractario a todo aquello que suene a radicalidad.

Es cierto que los pueblos se pueden mover -y se mueven- contra las guerras, contra la represión e, incluso, hasta contra la presencia y el acoso de las organizaciones financieras internacionales. Pueden salir a proclamar que “otro mundo es posible” si se trabaja para una economía sostenible, para un control del medio ambiente o para el arreglo pacífico de los litigios internacionales o interétnicos. Los pueblos se mueven inteligentemente dentro de los límites de lo posible, del tiempo real y de la cobertura de sus propias necesidades. No hay un más allá. Pero sí, hay un ahora frente al que los pueblos están atentos y vigilantes. Y es en esa casi imperceptible “militancia” cuando los propios pueblos -las sociedades- van ampliando los límites de lo posible.

¡Cuántos fracasos, cuántas derrotas podrían haber sido evitadas si aquellos que soñaron con un mundo nuevo (no confundamos con “un mundo posible”) no se hubieran corrompido en una esclerosis de poder y de autoengaño! No vamos a enumerar aquí las “victorias” que acabaron en el basural de la historia, después de haber sido elogiados y aplaudidos por las cabezas más lúcidas del planeta.

No son los pueblos los que marchan a contratiempo. Somos nosotros, esa parte de los pueblos que, digámoslo de una vez, orillamos cierto fundamentalismo y hacemos de nuestros deseos una resbaladiza plataforma de acción. Y caemos. Luego se nos ve ese atónito gesto casi de incomprensión que debe expresar, no una sorpresa sino la confirmación de nuestras propias fisuras.

Los pueblos no son -no somos- de derecha. Ni de izquierda. Los mismos que han participado en una marcha contra la guerra por la tarde, pueden indignarse a la noche, frente al televisor, cuando ven que un muchacho, desprendiéndose de aquella marcha,  arroja una piedra contra la vidriera de un local comercial, definiendo de este modo el nivel selectivo de conciencia poniendo en el centro de cualquier debate la íntima cuestión de las metas y los objetivos.

No invitamos a bajar los brazos. Pero tampoco a levantarlos en el vacío. No podemos seguir actuando como si nada hubiera pasado. No podemos no escarbar hasta las entrañas el fenómeno de un mundo que se ha venido abajo, llevándose consigo todo un sistema económico, social, jurídico, educativo, militar, etc.

Aún no hemos percibido en toda su magnitud que la mitad del mundo -el «otro» sistema- ha caído sin necesidad de ninguna acción terrorista, convirtiéndose a su vez, esa misma mitad, en la más dura, agresiva y frontal crítica del viejo sistema en el que vivió. Frente a eso no podemos descansar en el reduccionismo de afirmar que los “pueblos” no están preparados para el “socialismo” (las comillas son a título de entidad). Hay un algo más adentro en todo esto. Hay un territorio donde conviven acotadas necesidades con placenteras vivencias. Hay un interior donde la fe prevalece y el miedo es doctrina. Hay algo que llamamos “hombre” y que es superior a pueblo y a la sociedad. No podemos tampoco cargar todas las causas de los límites de la conciencia en la influencia de los “medios”, como si estos lo determinaran todos, pues si fuera así, entonces tendríamos desde ya perdida todas las batallas y lo que sería aún más afrentoso, aceptar que el receptor de la información es simplemente una “esponja” sin capacidad de análisis. Esta contradicción no existe. Pero existe en cierta medida un “peso” que distorsiona la balanza.

No abandonemos los sueños. Pero sepamos, al despertar cada mañana, cómo actuar para que la luz del día los ilumine.

MANIFESTACION

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