El abrazo perdido del general

EL ABRAZO PERDIDO DEL GENERALEl general había pedido a sus secuaces, a sus médicos, a sus hijos, a su mujer y a un antiguo colaborador de los servicios secretos de su anterior gobierno, que intentasen por todos los medios ubicar al hombre al que tanto le debía, al hombre que le había otorgado la fuerza y el absoluto beneplácito de todo lo que traía en su representación. El general no quería morirse sin agradecer a ese, su mentor, al sabio consejero que le mostrara el camino y el plan para alcanzar la victoria y su permanencia. Por eso no quería morir el general. Porque eso podía mostrarse como un gesto de desagradecimiento, de falta de cortesía, y lo que es más insólito, de un acto de olvido. Y el general, si de algo se preciaba, era de su honor, de su hidalguía y de su reconocimiento ante quienes fueron sus maestros durante los años de su reinado. Los medios, -siempre -presurosos y presumidos- se autorizaban en afirmar que el general no se moría porque su agonía era una maniobra desesperada ante un posible fin de la impunidad. No era eso.

El general no se moría, el general imploraba que encuentren a ese hombre, porque si no, su paso al más allá no encontraría el paraíso que anhelaba en lo profundo de su fe cristina y occidental. Morirse sin reconocer a aquél hombre que lo había ungido y protegido significaba lisa y llanamente una traición. Esa era una verdadera traición, no la de negar una Constitución en manos de un gobierno “anarquista” y “caótico”.

Pasaban los días, iban y venían comunicaciones oficiales, oficiosas y hasta sospechosas, hervían los teléfonos, se colapsaban los correos electrónicos, se telegrafiaban a embajadas y delegaciones empresarias en el extranjero, pero el hombre no aparecía. Y el corazón del general –que aunque algunos lo negaban, él poseía- se agostaba lentamente.

Rodeado de su familia, del cuerpo médico militar tan diligente en mantenerlo con las constantes vitales en un hilo, de sus más allegados colaboradores, de su secretario privado, y de los gritos de sus seguidores que entraban por la ventana de la habitación pidiéndole la inmortalidad, nada de eso consolaba al viejo soldado. De pronto, cerró los ojos mientras se hundía en un cavernoso quejido y el general perdió la batalla sin poder darle el más profundo y sentido abrazo de gratitud al hombre que le enseñó cómo las artes de la cosa pública pueden ser ejercidas con la espada y la autoridad justiciera.

Mientras uno de sus hijos –el que más dinero poseía en Gibraltar-le cerraba suavemente los ojos ya sin vida, entró alguien con un telegrama en la mano, y dijo: “Por fin lo encontramos”. Los presentes quedaron atentos. La mujer preguntó: “¿Dónde está?” “Donde está no lo sabemos”, contesto el llegado, «pero en este mensaje su secretario privado dice que…y leyó: “ En respuesta a su pedido le informo que el señor Henry Kissinger (Premio Nobel de la Paz) se encuentra de viaje confidencial por motivos políticos y económicos. Me ruega le haga llegar, por mi intermedio, a su gran amigo personal, el general Augusto Pinochet, su sentimiento de una pronta recuperación.”

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