Los sin techo

00 222(5)En el arte de las definiciones casi axiomáticas que tanto practican adustos expertos como mediocres tertulianos radioafónicos, el concepto sin techo (en el idioma imperial: homeless) nos conduce a esa sombra que camina a nuestro lado por las calles de la ciudad, sin rocín, sin lanza en astillero, cargando una bolsa o un apretado paquete de cuyo contenido «no quiero acordarme», pero acompañado, a veces, de un galgo flaco y resignado a ese destino común de ser nadie, un «NN», un nomen nescio, que ha perdido hace mucho tiempo su DNI, su presencia y su pasado.

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Nos espanta la idea de llegar a esa situación. Regresamos a casa para refugiarnos en la calefacción de la sala, sacándonos de encima esa imagen ajada, gris y molesta, ese sin techo que nos ha rozado con su mugre, su olor y su denuncia silente. Pero no debemos olvidar que hasta que terminemos de pagar la hipoteca nosotros también somos un poco sin techo aunque, en lugar de cartones con inscripciones chinas, nos tapamos con edredones nórdicos, bajo la misma oscuridad y el mismo tiempo que nos cubre a todos.

Los sin techo se convierten en apetitoso botín de premios fotográficos o de sesudos estudios sociológicos y estadísticos. Incluso la Maga de Cortázar se ufanaba en «Rayuela» de que en la mismísima Sorbona se había presentado una tesis sobre la sicología de los clochards. ¡Si hasta Hollywood ha producido costosos musicales con el tema de los homeless!

Las eficaces organizaciones internacionales han designado el 17 de noviembre de cada año como el «día mundial de los Sin Techo», dando así validez al quinto mundo, legitimando la pobreza, la miserabilidad y el abandono. ¿Quiénes son estos hombres y mujeres ¡y niños! que convierten un portal o un cajero automático en su hogar? ¿Cómo un ser humano puede dejar de serlo hasta perder la sustancia de su propio ser, el ejercicio de sus sentidos más hondos? ¿En qué lejano ayer quedaron la familia, los amigos, el mundo? Aquel sin techo al que todavía no lo liberó la locura o el tetabrik llama desesperado al frío terrible de la noche para que se lo lleve de una maldita vez en una muerte sin sueño y sin dolor, y así, abandonar la ciudad mientras las estrellan se constelan en un cósmico funeral al que Dios no está invitado.

Los buenos ciudadanos pueden dormir tranquilos: la ambulancia llegará sin escándalo.

La Vanguardia 28/2/2005

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