Las alforjas del poeta
Posted on 15 marzo, 2015 in Artículos en La Vanguardia
Cuando muere un poeta el obituario suele mentir agazapado en un tópico absurdo e inútil. Como si se proclamara un mensaje urbi et orbi, se escribe y se afirma que “los poetas no mueren”.
Pero es mentira, los poetas mueren, se van, nos dejan hueros frente a la mesa donde compartíamos con ellos veladas infinitas mientras el humo de un cigarrillo perfilaba cómplices subversiones; se van y el silencio suple, sin mérito alguno, aquellas carcajadas que resonaban en el aire de la vida cuando se trataba, sencillamente, de cosas triviales, o profundamente humanas; se mueren los poetas y nos quitan el mutuo susurro de los secretos eróticos compartidos, nos niegan para siempre la borrachera de un lunes por la noche, mientras la ciudad, muy ordenadita ella, duerme obediente a la espera de sus próximas faenas.
Los poetas mueren y se llevan con ellos su propias sonrisas (¿no se embriagaron acaso de contagiosa felicidad viendo la inmensa ternura de la sonrisa que danzaba en el rostro de Marti i Pol?); los poetas se llevan sus labios que han murmurado tantas veces las temblorosas líneas de un auxilio imposible, o la proclamación de la utopía (¿quién, sino un poeta, puede darse de bruces con lo inaudito?), se llevan sus voces, sus brazos amigables que nos rodeaban los hombros, como escudo y ternura; nos dejan los poetas y se llevan consigo sus territorios de dignidades y compromisos. Sí, los poetas se mueren.
No nos engañan los tópicos de la pautada necrología. Ellos se van, en sus alforjas llevan sus horas cargadas de memoria, sus ojos que lo han visto todo y lo han acariciado todo, y se llevan, para siempre, sus dulces manos creadoras.
Sí, ha muerto un poeta, un día de otoño, en un pueblo que tiene un puente viejo que cruzaba el poeta cuando deambulaba con su mundo dentro y su corazón por fuera, dejando mensajes en el agua y en el alma. Allí hay un pueblo pequeño que contuvo los sueños del hombre que escribía versos y que ahora nos ha dejado lejos de «Marta», nos ha dejado solos frente al estallido intenso del blanco. Solos.
Ahora, mientras el río baja hacia el recodo de la tristeza y nos preparamos a renunciar al olvido, a compartir con los niños la imaginada belleza y a callar el dolor que sentimos mientras cae la tarde, pensamos –a las espaldas del poeta– que ¡ay, Dios mío, qué solos se quedan los vivos! Solos… con la poesía.
La Vanguardia- 14/11/200