La hora de Pedro Navaja

bladesLa faena de la jornada anterior y el sopor de la imagen del tubo catódico te habían tumbado, lector, lectora, antes de medianoche, y mientras tú deambulabas entre el tercer y cuarto rem (soñando con aventuras secretas o eróticas, algarabías que hubieran llevado al divorcio -o a la participación más democrática- a tu cónyuge, tan cerca y tan distante en el lecho), la ciudad seguía ahí afuera.

Ofrecía su espectáculo nocturno condicionado hasta para los más frágiles adultos, a esa hora en que la duda se reconoce en los saludos de quienes vienen o van, según el placer o el deber.

Para los primeros, siempre serán buenas noches, buenas sombras, claras siluetas sin luces, hermanos en el misterio, en la clandestinidad de lo virtual y hasta en el aprendizaje de la muerte.

Es la hora en la que «Pedro Navaja» eligió perder y en la que el proxeneta opta por el primer tentempié de sus trabajadoras. Para los otros, para los del deber, es la mitad de un horario con párpados cansados donde acodarse a sumar cuántas lunas los esperan en el calendario de la supervivencia. Son las tres de la mañana.

Dicen que la ciudad, a esa hora, duerme, velada por una fauna y una botánica heteróclitas que sería una delicia, sin duda, para la mano receptiva de El Bosco. Alguna ambulancia tartamudea una sirena intentando no despertar a tantos durmientes, mientras lleva en su interior a un muchacho de venas azules.

El señor del traje acaba de salir de la sauna, tan hueco por dentro como la habitación del hotel de equis estrellas, el lugar adonde lo envía su empresa cuando visita la ciudad por negocios.

Un mangui (de esos de saldos, carne triste de tirones de bolsos y jurídicas entradas y salidas) acecha a un guiri despistado hasta que los dos terminarán cayendo en una miserable lucha por diez euros. Es la hora en que bajan los paquetes de los periódicos del día desde las furgonetas que reparten crímenes y mártires y nacimientos reales y gerentes de banco que dicen «yo no fui».

En una esquina, un futuro suicida se lo piensa, mientras la mujer que lo acaba de abandonar duerme, lejana y feliz. Son las tres de un tiempo profundo en la profunda ciudad.

La Vanguardia 21/05/200

calle 1

 

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