la ciudad, la gente, las llaves
Posted on 15 marzo, 2015 in Artículos en La Vanguardia
Quién de entre todos nosotros no se preguntó alguna vez, hurgándose nervioso los bolsillos, aquello de «dónde estarán las malditas llaves»? (Utilizo el adjetivo para no caer en el gastado eufemismo de una noble profesión). Porque si hay un adminículo, un símbolo que nos otorgue plena categoría de ciudadanos, sin duda, son las llaves.
Un gran pedazo de nuestra valiosa y siempre corta vida nos la pasamos abriendo, cerrando, conectando, encendiendo, usando una llave, tenga ésta el nombre que tenga. Nos hemos convertido en afanosos porteadores de llaves. También elegimos nuestro llavero de diseño, sin dejar de aceptar, por supuesto, el que nos regala el banco por nuestro último ingreso a plazo (siempre tan desprendidas estas instituciones), o el que nos deja, junto a la cuenta, la dirección del restaurante que nos acaba de cobrar una cena como si hubiéramos invitado a comer con nosotros al rey de Arabia Saudita y toda su incontable parentela.
La historia de la civilización tiene sus capítulos de llaves. Desde las bastas y fáciles de reproducir de los cinturones de castidad de los señores feudales hasta las del «Reino que Pedro recibió, según Mateo, para abrir la puerta de la salvación a los judíos y a los samaritanos.
Las llaves del coche suelen tintinear cerca del ligue, según modelo, año y talonario, por supuesto. Y hay llaves que adquieren características solemnes, como las que entrega el alcalde a algún visitante ilustre, mientras los fotógrafos inmortalizan afanosamente el acto. ¿Querrá esto decir que quien tenga esa llave puede entrar y salir cuando quiera de nuestra ciudad? ¿Y qué pasaría si a ese visitante se le ocurre un día dejar nuestra ciudad y cerrarla del lado de afuera?
Las llaves, ciertamente, escriben también nuestra biografía. Solemos comentar admirados que hemos conocido un lugar maravilloso porque allí «puedes dejar las llaves en el coche tranquilamente y además los vecinos duermen con las puertas abiertas». Es como si contáramos que hicimos una visita al mismísimo paraíso. Y mientras revolvemos los rincones de nuestra conciencia, nos preguntamos: ¿dónde habremos dejado olvidadas las llaves de la libertad?
La Vanguardia 13/09/2002