Tal vez solamente las narices más afinadas pueden llegar a distinguir y captar la fragancia de ese colorido que se empeña en existir en medio de un tránsito contaminante y agresivo en Barcelona.
Sin embargo, ahí están. Son los característicos puestos de flores y plantas de la Rambla que desde finales del siglo diecinueve, a la vera de la Exposición Universal, se levantaron.
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¿Cuánto cree usted, amigo lector, que deberá andar para visitar dos palacios o un teatro de ópera? ¿Cuántos pasos calcula que tendrá que dar para escuchar un buen conjunto de rock, una canción eslava, un sensible violín o unas melodías latinoamericanas? ¿Cuánto dinero considera que deberá gastar para llevar a sus niños a ver un espectáculo de títeres o de mimo, o para invitar a su cuñado a deslumbrarse frente a una pareja que baila un tango? ¿Cuántas vueltas piensa que tendrá que dar para comprar un periódico, un jilguero, una tortuga, un manojo de lechuga fresca o un geranio?
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La faena de la jornada anterior y el sopor de la imagen del tubo catódico te habían tumbado, lector, lectora, antes de medianoche, y mientras tú deambulabas entre el tercer y cuarto rem (soñando con aventuras secretas o eróticas, algarabías que hubieran llevado al divorcio -o a la participación más democrática- a tu cónyuge, tan cerca y tan distante en el lecho), la ciudad seguía ahí afuera.
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Ciudadanos de un mundo que los ignora o los contempla entre la curiosidad y la admonición, ahí están los colgados, caminando la Rambla sin saber exactamente si suben o bajan o arrumbados en cualquier esquina, rodeados de sus perros fieles, flacos y pulgosos, que van con ellos como aquellos canes invisibles que ladraban bajo las patas de «Rocinante».
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Quién de entre todos nosotros no se preguntó alguna vez, hurgándose nervioso los bolsillos, aquello de «dónde estarán las malditas llaves»? (Utilizo el adjetivo para no caer en el gastado eufemismo de una noble profesión). Porque si hay un adminículo, un símbolo que nos otorgue plena categoría de ciudadanos, sin duda, son las llaves.
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El intento por erradicar un insulto o un epíteto deleznable casi nunca alcanza su éxito porque estas voces suelen estar tan incrustadas en la vida cotidiana que se incorporan de una manera casi «natural» al coloquio social. En esta oportunidad el columnista invita a reflexionar sobre un numeroso grupo de niños que cargan injustamente con un estigma que no debe serlo.
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¡Eh, George jr., te estás pasando! Un pelín, ¿no es cierto? Mira, nos tuviste a todos al lado de tu gente aquel 11 del nueve del año pasado. Vale, nos pareció lo más justo y sincero ofrecerte nuestra solidaridad. Punto. Pero no nos gustó nada eso de que, o estábamos contigo, o contra ti. No nos cayó bien el mensaje. Te pasaste, George Bush jr.
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Si algunos logros ha alcanzado el hombre al bajar un día de los árboles, no cabe duda que la razón y la espiritualidad son las conquistas distintivas de ese gran cambio de hábitat y comportamiento. Al pasar por los meandros asombrosos de la existencia, aquellas dos cualidades vivieron juntas momentos de privilegiada armonía y otros, -quizás demasiados- de encono e incomprensión, hasta alcanzar niveles increíbles de crueldad y tragedia.
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No me negarán que todo era más romántico antes. Recuerdo aquel mítico espía soviético, llamado Sorge, que desde las mismísimas entrañas del régimen nazi alertó a Stalin de la tremenda invasión que se le venía encima. Sin embargo, el georgiano, bruto y endiosado, no creyó ni a su propio agente. En fin, que la vida de los espías nos hacía volar la imaginación, despertaba incluso nuestros sueños miméticos.